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El pasado sábado durante la noche miles de miradas ansiosas se posaron en los cielos negros en espera de las luces del Combate Naval.El 31 de marzo de 1864 la fragata Cordeliere navegaba cerca del puerto de Mazatlán en espera de que el ejército francés tomara posesión del puerto. Con un sólo cañón, las bravas tropas nacionales replegaron el ataque, y, desde entonces, cada Carnaval el pueblo va a orillas del mar a esperar una danza de luces que los lleve a las raíces más maravillosas de su historia.
La danza del Can can, de Offenbach, fue la manera en que se encarnó, desde dos barcos de la Armada de México, el ataque de las tropas extranjeras, mientras que en tierra el Son de la negra, de Blas Galindo  comenzó dar vida al brío y carácter alegre de México, entonces se hizo el silencio y la oscuridad.
La expectación creció y creció,  el manto oscuro de la noche arropó los murmullos y el golpeteo del mar.
Luego, brotaron canciones de banda desde los equipos de sonido instalados en Olas Altas.  En el cielo, una nube de pólvora que nació en las detonaciones de los barcos, se desplazaba densa y distante,  hasta que la música brotó de golpe y se hizo la luz.
Luz arrobadora, luz de luces que pretendían alcanzar las estrellas, cometas de cobre que arrastraban las miradas y los suspiros de niños, ancianos, jóvenes que boquiabiertos sostenían la helada cerveza en su manos; gritos de asombro ante las cascadas que surgían del cielo y morían en el mar quemado de este tiempo.
Pequeños arcoíris que tronaban eran evocados en temas musicales que hablaban de libertad, facultad  creadora, inconquistable, potente como los volcanes de fuego que brotaban bajo aquellos que colgaban sus pies en la barda del malecón, oleadas de calor rosaban los rostros, los brazos, la sensación del miedo que juega con uno y se esfuma haciendo un guiño.
Algunas parejas se besaban al amparo de las luces, algunos niños veían los giros locos de pequeños cohetes que hacían su propia fiesta bajo el ritmo de una canción colombiana que narraba el espíritu solar de la bullanga.
Jardines colgantes, explosiones que parecían nacer desde las entrañas del mismísimo mar,  un grito incontenible de éxtasis y después los aplausos, los bravos y de nuevo el silencio.
Una voz que despide el Combate Naval, y después, la incredulidad de h

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