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Antes de la presentación, el maestro Gordon Campbell, director de la Orquesta Sinfónica Sinaloa de las Artes y creador de esta serie de conciertos, con el apoyo del Instituto de Cultura de Mazatlán, dio las gracias al público extranjero al señalar que con su presencia daban un mensaje contundente al Gobierno de los Estados Unidos.“Mazatlán es un destino seguro, y gracias a esto podemos contar con un concierto tan bello como el que veremos; todos nosotros podremos ser testigos de algo que yo califico como, un milagro”, señaló el director de orquesta sobre la pianista que ha sido reconocida por la revista Forbes de México como una de las artistas más influyentes del país en los últimos años.
Desde que pisó el escenario, Daniela Liebman conquistó al público con la transparencia de su sonrisa y la naturalidad que la infancia aún otorga a cada uno de sus movimientos.
Pero tan pronto tomó asiento frente al piano Stenway and Sons color negro, algo cambió. La atmósfera del teatro fue transformándose de acuerdo a lo que Daniela tocaba sobre aquella enorme caja de resonancias de marfiles y ébanos.
En seis movimientos, la “Partita no.2 BWV 826” de Johann Sebastian Bach tejió emotividad pura, delicadeza, un entorno sutil creado con paciencia y devoción por la niña, una prodigio que puede hacer lo mismo en Europa, Asia, Estados Unidos o México, ella y el piano son uno, y todo a su alrededor pasa a formar parte de ese mundo.
Con pequeñas pausas, la concentración de Daniela se hacía evidente, hasta que en el “Capriccio” la plasticidad de sus manos y los movimientos de su cuerpo hicieron evidente la técnica, disciplina y entrega que ella y su familia han creado desde que tenía 4 años, primero conociendo las notas, practicándolas, dominándolas, haciéndose cómplice, maga, del sublime poder de la música.
Tras una pequeña pausa, llegaba el turno de la “Sonata para piano no.2 en Do Mayor op. 53 ‘Waldstein’ ” de Ludwig Van Beethoven. La delicadeza cedió su lugar a la fuerza, velocidad y al avasallador dominio de Liebman sobre el instrumento, recorriéndolo de extremo a extremo, dando tiempo a que cada nota respirara, y con ello, a que las emociones afloraran lentas en cada espectador.
Atrás, al extremo izquierdo de la sección de orquesta, su padre, Robert Liebman, estaba “tocando” junto a ella: al filo de su asiento, asentía, seguía la misma melodía, balanceaba su cuerpo al ritmo de los impulsos, de la fuerza que su hija imprimía al piano, y su emoción estalló en sonoros aplausos antes de que las luces se encendieran y se an

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